Jueves.
Fue una pausa bizarra en medio de un día extraño. De sentirme 15 años más joven, haciendo cosas que nunca hice en la secundaria: una breve pinta para ir por un helado gratis, vandalización de carteles promocionales y percances divertidos en la obra.
Pausa.
2:20 pm. Semáforo de Carranza y Muñoz. Lo supe desde que crucé Muñoz y el alto estaba por expirar. Lo supe aún sin ver el frente de tu coche. Lo sentí en el momento en que avanzaron los coches sobre Muñoz y lenta, inexorable e inevitablemente pasaba tu Astra. Mi mirada recorrió en cámara lenta primero los tapones faltantes de las llantas, luego el golpe en la puerta trasera del lado del pasajero -ese que le diste la primera vez que me fuiste a recoger- . Y luego, mientras cruzaba la calle en sentido contrario a tu avance, veo tu perfil al volante, mirando hacia el frente. En esos eternos segundos vi que llevabas tu camisa favorita, escuché el torpe cambio de primera a segunda que siempre te da tanto trabajo. Te vi por primera vez desde que te dejé de ver el 7 de diciembre.
No sé si me viste. Pero algo me dice que no hubiera soportado encontrar tu mirada. No, todavía no. No volteé a ver hacia dónde te ibas. No volteé a darle una última mirada. Pasaste sin verme y eso fue suficiente para sentir la presión baja y el inicio de la taquicardia. Miré hacia el frente y seguí mi camino, tan rápido como pude, para alejarme de ahí.
Play.
El día sigue. Encuentro extraño el bálsamo reparador de la rutina. Ya te dediqué 20 minutos de recordarte y de pensarte, de preguntarme si me odiarás. Me respondo que no debe importarme qué pienses de mí, o si acaso me piensas. 20 minutos amargados. El día sigue.
Next!
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