Érase una vez una carta de amor que esperaba provocar... algo. Soy una fervorosa creyente del género epistolar y la romántica creencia de que deberían generar reacciones dignas de extractos literarios o cinematográficos. No es como si hubiera escrito muchas: sólo han sido tres en total los destinatarios de mis epístolas románticas. Porque cuando me enamoro -y no soy fácil de amores- quiero dejarlo escrito en papel.
Escribí la carta unos días después de haberlo visto con ella. Después de haber dejado en la calle mis lágrimas y mi dolor. La escribí como símbolo de paz, para despedirme con un adiós honesto. Creo que incluso la escribí con el corazón henchido de perdón y resignación.
Escribí la carta, y la guardé. Dicen que cuando escribas una carta de despedida, no la entregues de inmediato. Que la guardes hasta el día siguiente y, si aún quieres mandarla, entonces lo hagas. Eso hice. Al día siguiente estaba convencida de que tenía que enviarla. La transcribí a hojas bonitas -puliéndole alguna falta gramatical prófuga del momento de inspiración- y le hice un sobre. La fui a dejar a tu trabajo dejando instrucciones de que te la dieran.
Al día siguiente, me asaltaron. A la humillación del atraco había que agregarle ahora la humillación de tener que llamarte, siendo el tuyo el único teléfono que me sabía de memoria. Había que sumarle la humillación de escucharte reportarte con ella diciéndole que la verías más tarde. Multiplicarla al preguntarte si habías recibido la carta. Que no te la habían entregado. Me preguntas qué dice. Voy por mi cuaderno donde estaba el borrador y te lo doy. Me preguntas si aún quiero que lo leas. Te digo que sí.
La lees con el mismo método con el que lees todo: el de velocidad que alguna vez aprendiste. En segundos te echas las páginas que tanto me costaron escribir, sin externar emoción alguna. Al terminar no comentas nada, no muestras ninguna emoción. No encuentro dónde guardarme el dolor y la decepción.
Así fue como mis letras destinadas a provocar algo, pasaron sin pena ni gloria ante tus ojos.
Nunca supe si te entregaron la copia que te dejé.
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