sábado, 19 de abril de 2014

De cómo perderse en San Petersburgo y vivir para contarlo

Moscú me recibió de noche, con té y chocolates. Me recibió con el Kremlin iluminado visto desde la Catedral de Cristo Salvador. Jamás podrán olvidar mis ojos lo que fue salir del metro a la 1 am tras una carrera aeropuerto-tren-metro-transbordo y ver frente a mi la belleza de los muros rojos del Kremlin y las cebollas doradas de la Catedral, con el aroma de la noche y el sonido del río. Moscú es, como Berlín, una ciudad que ha sobrevivido a la historia, el tiempo y la vida. Moscú es una ciudad de contrastes y tradiciones, de cicatrices vivas y monumentos grandiosos, de opulencia y dignidad.  A Moscú le dije hasta pronto una noche, en el último tren de un viaje grandioso, rumbo a San Petersburgo. Un compartimiento dormitorio para mi sola, persiguiendo el amanecer hacia el norte. Mirando y grabando en mi mente todos los detalles de las casas de campo, los ríos, los paisajes. Té negro, en una taza magnífica: tradiciones que se resisten a dar paso al tiempo y mantenerse como ecos de la majestuosa época de los zares.

Al entrar a la estación veré el único reflejo de que en alguna ocasión Rusia sufrió a Stalin, con el busto del camarada Iósef en un relieve mural en la sala de espera. Pero una vez en el tranvía y recorriendo la ecléctica Névsky, fue como ese chispazo eléctrico que sientes cuando tocas la piel de alguien que te gusta. Y al bajar y atravesar puente tras puente de ríos interconectándose, fluyendo de uno a otro, fue como esa primera vez que te tomas de la mano con esa persona.  Y al salir del hostal (que parecía hotel de lujo) y perderme en las calles bordeando el Pryazhka, el Griboyedova… mercados llenos de miel -¡quién podría haber dicho que había tantos tipos de miel! frutas, verduras, una explosión de colores en desordenada belleza. Comprar cerezas a un vendedor ambulante, caminar por el mercado de ropa y otras cosas cual tianguis de domingo cualquiera. Entrar a hermosos centros comerciales, descubrir la repostería -¡qué pasteles, dios mío!. Y sobre todo, caminar y caminar y caminar por palacios, pòrticos y casas de ensueño. Sin asombro me descubro perdidamente enamorada: San Petersburgo, soy tuya.

Palacios y màs palacios: el Mikhailovsky, el palacio donde vivió Rasputin, el teatro Marinsky, caminar todo Sadovaya hasta Nevsky, perderse en la ribera del Neva, tras el Hermitage, y contemplar la Fortaleza de San Pedro y San Pablo desde un puente.  Entrar al Hermitage, y a pesar del mar de gente, caminar sobre el parqué (bueno, primero pegué la cara al suelo para tratar de descifrar cómo diablos crearon ese piso de madera tan perfecto, lleno de patrones tan intrincados que parece ensamblado por computadora, como buena arquitecta) por el que los zapatos de los zares se deslizaban.

Me perdí buscando el museo de los 900 días, pero cada extravío implicaba un deleite de edificios y puentes. Me perdí en el museo de los 900 días, revisando todas las armas, condecoraciones y objetos de los viejos, mujeres y niños que defendieron su ciudad sin saber usar las armas que habían quedado tras la partida de sus hombres. Me perdí por las callejuelas que rodean los jardines de invierno y los de verano. Me perdí tomando el tranvía equivocado y sin batería en el celular, en algún lugar cruzando el Neva hacia el oeste rumbo a Krasnovgardeysky. Me regresé como mejor pude sin saber ni jota de cirílico ni ruso, me trepé al primer metro que se cruzó en mi camino y me bajé en algún lugar que más o menos recordaba cercano.
Me perdí en la contemplación de las noches blancas: los días más largos del año en que sólo baja el sol un momento para volver a elevarse. Noches blancas, traicioneras y magníficas. Me perdí en los momentos: pintores pintando las cúpulas de colores reflejadas en el río, los vendedores de matrioshkas, íconos y reliquias de la WWII, me perdí en la gastronomía exquisita de las cerezas, frutos rojos, borsch, pelmeni y en el exquisito restaurante El Idiota. Me perdí en el museo del Mikhailovsky. Me perdí en el Hermitage.

Digo que me perdí, porque tendré que regresar a encontrarme.




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