Mi closet, como tal vez la mayoría de los de las mujeres, tiene una sección donde están cuidadosamente guardados -y algunos hasta en una bolsa protectora- aquellos vestidos que están destinados a ser usados en una ocasión especial. Esos vestidos que, sin buscarlos, de repente un día ves en una tienda con tu nombre escrito en ellos, que te hace ojitos desde el aparador y te susurra: "Tienes que llevarme". Al probártelo, descubres que hasta parece hecho para tí, como si la diseñadora te hubiera tenido ahí presente al momento de coserlo. Te gastas ese dinero que estaba destinado a la comida de la semana -total, siempre podemos vivir sólo de chilaquiles- y te lo llevas para guardarlo en el closet, a la espera de que llegue la ocasión especial en que puedas sacarlo y lucirlo.
También pasa con los zapatos. Hay una caja enterrada hasta abajo de todas las otras cajas que contienen esos pares de zapatos que usas con mayor frecuencia. Esa caja, tiene el par perfecto para el vestido soñado, ése de arriba. Sobra decir que jamás has pisado la acera de afuera de tu casa con ellos, puesto que sólo los has usado dentro, en camisón o alguna otra facha, para irlos amoldando y que cuando sea el gran día en que finalmente acompañen al vestido que -como ellos- está ahí esperando turno; no te empañen la ocasión provocándote tremendas ampollas (que a final de cuentas no podrás evitar) en medio de la admiración que sabes serás objeto con ese atuendo.
Y claro, no puede fallar que estás a la espera de ese día... y de repente, en el momento en que menos te lo imaginas, vas al centro comercial y ahí está tu vestido: en otra mujer. Y se le ve como esperas -o más bien, crees- que se te ve a tí.
Sí, la vanidad es parte de ser mujer. Algunas menos, otras siempre, muchas de vez en cuando. Y no puedo mas que imaginarme esa época en que las cosas no estaban hechas en serie. De cuando los vestidos y los zapatos se hacían especialmente para su dueña. Ya fueran unos suecos de madera, unas sandalias de cuero, unas zapatillas para una gran dama. El delantal, el rebozo, el corsé. Todos hechos a la medida de la mujer que lo llevaría, sin importar su complexión, su estatura, su porcentaje de grasa corporal. Cada vestido hecho de forma que su portadora se viera de la forma que más le favoreciera, que resaltara su personalidad. Que los colores dieran luz a sus ojos y a su piel. Que fuera, como su dueña, único.
Entonces observo cómo hoy en día todas -incluyéndome- nos preocupamos por hacernos el cuerpo para que los vestidos fabricados en serie que están en las tiendas, nos queden. En vez de que ellos nos queden a nosotras, buscamos quedarle al vestido. O al pantalón. O a la blusa. Nos escondemos detrás de la excusa de que el ajetreo de la vida moderna no nos deja el tiempo para preocuparnos por los detalles, por las cosas pequeñas, por sentirnos mejor. Nos conformamos con buscar lo más rápido, lo más sencillo, lo que mejor nos quede de lo hecho para otras miles de personas. Y vamos todas por la vida, viéndonos igual, sintiéndonos incómodos -porque los zapatos aprietan, la blusa no esconde la lonja, el pantalón arrastra- , inconformes, con menos autoestima.
No es que las quiera mandar a sus casas a coser y a diseñar vestidos. Pero que, al menos, no nos sintamos tan mal cuando algo en las tiendas no nos quede. Al final de cuentas, todos somos únicos.
2 comentarios:
Lo más divertido es cuando estrenas zapatos o algo por el estilo para presumirle a tu chavo, y éste no se da cuenta...
Obvio no! porque nosotros nos fijamos en el interior, no en esas frivolidades =D
Lo sabemos, Chololo, por eso también nos preocupamos por traer ropa interior bonita XD
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